Los defensores del viejo orden, dicen que cada cual debe llegar adonde le corresponde según sus propios méritos, no según su sexo; que no hay discriminación que sea positiva y que las cuotas de presencia femenina allanan el camino del poder a la incompetencia.
Pero almas de cántaro, si la discriminación positiva ha existido desde que el mundo es mundo, si las cuotas no son algo nuevo. En vuestro querido orden natural de las cosas el acceso de ciertas personas al poder independientemente de sus méritos, se llama “patriarcado”. Consiste en que un grupo de personas llamadas “SEÑORES” en la convicción absoluta de que ellos está, por naturaleza mejor capacitados para ejercer el poder, se han perpetuado en él. Se han aupado, apuntalado, nombrado, ascendido los unos a los otros solo por ser hombres, bloqueando el paso de mujeres a menudo mucho más capaces y brillantes. El patriarcado se ha mantenido a flote gracias a milenios de discriminación positiva y cuotas, no del cincuenta –cincuenta sino directamente del cien por cien que daba vía libre a la mediocridad más escandalosa, por sus estadísticas. Nos encantaría probar un poco de eso, la verdad, estamos seguras de que podemos equilibrar la cosa sin demasiada ayuda, ya lo estamos haciendo a una velocidad de vértigo.
El acceso de las mujeres a las universidades en España solo es posible desde hace poco más de cien años. En marzo de 1910 se publicó una Real Orden del Ministerio de Instrucción Pública, permitiendo por primera vez la matriculación de alumnas en todos los establecimientos docentes. Hasta entonces, las mujeres solo podían entrar en las universidades como estudiantes privadas, se requería una autorización del Consejo de Ministros para su inscripción como alumnas oficiales. Una de las impulsoras de esta ley, Concepción Arenal, estudió Derecho en la Universidad de Madrid asistiendo a las clases como oyente, usando el mismo truco gracias al que Margaret Bukley ejerció la medicina brillantemente durante toda su vida: disfrazarse de hombre.
Hoy, las mujeres somos mayoría en las universidades y un 58 por ciento de las personas que acaban sus estudios superiores. En un par de generaciones hemos pasado de tener que acceder al conocimiento con bigote postizo a ser más numerosas que los hombres en las aulas. Parece que se nos da bien la escalada. Y hablando de meritocracia, a pesar de que somos la mayoría de las personas que consiguen un título universitario, somos aplastante minoría en los lugares donde se toman las decisiones. Esto es una curiosísima anomalía estadística. Nuria Varela, autora del imprescindible Feminismo para principiantes, los explica así:
“El patriarcado ha mantenido a las mujeres apartadas del poder. El poder no se tiene, se ejerce; no es una esencia o una sustancia, es una red de relaciones. El poder nunca es de los individuos sino de los grupos. Desde la perspectiva del patriarcado no es otra cosa que un sistema de pactos interclasistas entre los varones. Y el espacio natural donde se realizan estos pactos es la política”.
La explicación es sencilla, les costó soltar el acceso al conocimiento, mucho más el acceso al poder. Esas puertas siguen atrancadas o entornadas para nosotras, no de manera explícita ni mediante leyes, sino mediante la perpetuación de las mismas ideas que nos mantuvieron lejos de las universidades: que los hombres son más competentes para la gestión; que nosotras debemos limitarnos a los espacios privados; que la ciencia, la tecnología, la economía u otros sectores que hacen girar los engranajes del mundo nos interesan menos: que estamos bien en la salud, la educación, los cuidados, los servicios. También vamos a tener que forzar esa cerradora y entrar en tropel para cambiar las cosas.
Seguimos viviendo en un contexto en el que los baremos son distintos para hombres y para mujeres, no empezamos en la misma línea de salida, por lo tanto seguimos necesitando herramientas para corregir estas desventajas, no hay discusión. Las cuotas son necesarias como palanca si el objetivo al que queremos llegar son democracias saludables. Un sistema en el que solo una parte de la población-con una problemática concreta- tome las decisiones por toda la sociedad no es un sistema democrático.
(Nerea Pérez de las Heras. Feminismo para torpes. Editorial Planeta. Barcelona. 2019)