El proyecto platónico, y el establecimiento de una Ciudad justa, requerían la construcción de nuevos mitos como modelos morales pero siempre estuvo en contra de la utilización de los mitos en tanto que inventores de falsos mundos. Y lo mismo sucede con los poetas y los artistas. Le gustaba la poesía si servía a la educación de los ciudadanos y si promovía el respeto a los dioses, pero censuraba a los poetas por engañadores. Era necesario construir nuevas y hermosas “mentiras” para justificar que la Ciudad debía fundamentarse en el alma y en la razón, en vez de hacerlo en la violencia como en la tradición homérica. Si Platón se opuso a los poetas hasta expulsarlos de la Ciudad justa es porque consideraba la poesía como una especie de “veneno para la mente”. La señoría sobre uno mismo, la areté propia de los grandes hombres resulta incompatible con los excesos líricos y la emotividad. Poetizar, es decir, caer en manos de lo que el filósofos denomina “la musa dulzona” era una manera de confundir la metáfora con el concepto que finalmente podía resultar peligrosa para el conocimiento de la verdad. El auténtico conocimiento no es, en Platón, de carácter sensible, sino que depende de su proximidad a una Idea trascendente. Lo que ofrece la poesía son simplemente opiniones, sentimientos que cambian y se extinguen. A Platón le interesaba otro ámbito: el de lo permanente y trascendente.
Pueden argumentarse, por lo menos, tres motivos por los que Platón desconfiaba de la poesía lírica y de los mitos homéricos. En primer lugar, la poesía aparecía como una invención, como una construcción demasiado humana y, por eso mismo, irrespetuosa con la exigencia moral que impregna el pensamiento auténtico. En segundo lugar, la poesía es una construcción subjetiva del poeta; incluso si el mito permite constituir una comunidad, el poeta habla solo en su propio nombre, mientras que la teoría de las Ideas y el alma platónica pretenden escapar a toda subjetividad para presentarse como vedad eterna. Y finalmente la poesía que depende solo de las emociones y de la subjetividad es una pésima herramienta política, en la medida en que las ciudades se fundan sobre mitos compartidos. En resumen, solo la verdad racional, y no la subjetividad poética, hará posible el saber sobre el alma y sobre los conceptos, saber que se denomina “filosofía”.
Así como el poeta imita una apariencia de virtud, el artista pretende algo tan imposible como plasmar la belleza en la materia sensible, que por estar limitada a las dimensiones de la temporalidad nunca puede ni siquiera aspirar a la perfección. De la misma manera que el mito ha de ser superado por la filosofía, y ya no son válidos los viejos moldes homéricos, el arte en Platón es una herramienta básicamente educativa. Ha de ser puesta en manos del poder político y usado para consolidar un modelo de Ciudad donde cualquier sentimentalidad es peligrosa porque aleja de la virtud.
En el Timeo, escrito hacia el 360 a. C., narra Platón el mito según el cual un dios menor, el demiurgo, creó el mundo sensible dando forma a la materia informe según el patrón del modelo geométrico eterno, es decir, de las Ideas. El demiurgo soñó con crear una imagen móvil de la eternidad y esa imagen es lo que llamamos “mundo sensible”. El mundo sensible está sometido a la imperfección de la temporalidad y por ello no es más que una pálida imitación del mundo inteligible. Del mismo modo que el mundo de lo sensible imita o copia las Ideas perfectas, nada hay de invención propia o de expresión subjetiva del demiurgo en la construcción del universo. El cosmos fue creado a partir de modelos geométricos o por una necesidad estética, sino porque el modelo de la realidad es matemático. El auténtico arte divino no es poético, sino geométrico.
La naturaleza propia del arte, pues, no es la invención sino la mímesis, la “copia”. Pero la copia siempre es imperfecta. En toda copia hay algo de ilusión óptica, de distorsión de la realidad y de confusión entre la Verdad y el deseo. En este sentido, el artista actúa como un sofista, vive de apariencia, fabrica simulacros y falsea la verdad. Solo lo que es y será, las Ideas, constituyen la Belleza en sí misma. Un artista es, para Platón, esencialmente un mentiroso.
El atractivo de la mímesis es ajeno al pensamiento (frónesis) y Platón mantiene esa contraposición a lo largo de toda la República. El poeta se deja llevar por la pasión y es ajeno al cálculo, de la misma manera que se emociona en vez de reflexionar. Puede crear parecidos pero no realidad. Por ello mismo resulta un peligro para la Ciudad y debe ser exiliado. Solo el filósofo que ha perfeccionado su alma y que conoce el Bien en tanto que Idea tiene una autoridad política legítima y, a su lado, el poeta o el artista plástico es tan solo un farsante que busca la verdad allí donde no está ni puede estar. El hombre que gusta por el estudio (filomathés) distingue las Ideas e impone un orden racional en las cosas; en cambio, el poeta o el artista plástico lo confunden todo. Vive en la pura creencia y no pasa más allá de la superficialidad. Las Ideas en Platón delimitan las cosas, en cambio el arte desordena. En el libro I de la República, Trasímaco conmina a Sócrates a que no defina “lo justo” mediante símiles del estilo “lo justo es lo necesario”, o “lo provechoso”, lo “lo útil” o “lo ventajoso”, sino a que le diga “con claridad y exactitud qué es lo que significa, pues yo no he de tolerar que divagues”. Filosofar es entender las cosas con claridad. El arte, en cambio, es la apoteosis de la confusión.
La poesía, tema del libro X de la República, y la opinión, tema del libro V, comparten las mismas características: son insuficientes, falaces y creadoras de desorden. Los aficionados a la opinión (filodoxoí) nada tienen que ver con los aficionaos a la sabiduría (filosofoi). Hay gentes a quienes interesan los espectáculos y lo sensible y hay otras que se mueven por las Ideas. Unos viven en la ensoñación de lo sensible (en la caverna, que es copia imperfecta del mundo inteligible) y otros contemplan el Bien simbolizado por el Sol.
El arte no es ciencia y no participa ni siquiera de a recta opinión porque no está inspirado por ninguna Idea sino que está confinado en la sensibilidad. Por lo tanto, el artista queda socialmente relegado. Los gobernantes serán sabios, los soldados, valientes y las clases inferiores han de ser sobrias.
Para definir lo bello deberíamos remontarnos de las cosas bellas a la Belleza en sí. Pero lo Bello y Bueno en sí mismos solo puede captarlos el filósofo porque la Idea existe en un espacio al margen de las cosas. Lo bello es materia mientras que la Belleza es una Idea, es decir, corresponde a un nivel distinto de la realidad. La cosa bella puede dejar de serlo, pero la Idea siempre será bella porque es ajena al cambio, al espacio y al tiempo. La importancia política de todo ello es inescapable. Una sociedad bien ordenada no puede tolerar la singularidad de la experiencia artística porque introduce confusión, al situar la imaginación al mismo nivel que la racionalidad. Producir una Ciudad justa, dirá en el Político, es tanto como adecuarse a la medida justa y la regla. Pero si algo es ajeno a ese orden es el arte.
(Colección Aprender a Pensar. Platón. RBA. Barcelona. 2015)